miércoles, 25 de agosto de 2010

Lo Justo y Necesario. Parte 4 2/2. Tomado por la fuerza













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Carlos ordenó la formación a gritos, una primera línea de escudos con dos armados de fusil en el tercer puesto por cada lado, y dos con lanza gases detrás. Las botas golpearon el asfalto con fuerza marcando el paso del "escuadrón", y a la primera orden, los gases volaron hacia la plazoleta.

Las bestias se disiparon asustadas, los lacrimógenos las hacían mugir y correr en círculos, arañándose la cara y revolcándose con las manos como quien se quita hormiga del cuerpo.

Los cañones de 556 se alzaron, pero Carlos ordenó que bajaran y golpeó fuerte con su machete el borde del escudo. Todos imitamos su acto, entendiendo pronto la violenta euforia que sumía al ESMAD.

Eran tantos frente a nosotros... Tantos y tan sucios, desordenados, simiescos... Eran tanto un espejo, tanto un negativo fotográfico...
Sus cabezas se tornaron contra nosotros, las granadas de gas volaban cada vez con más puntería hacia las multitudes mientras sobrepasábamos el umbral del techo encolumnado y pisábamos Plaza Barrientos en una marcha orquestada.
Los cuerpos se levantaban, asomaban de las ventanas, los pasillos, las viejas tiendas, las jardineras... Los primeros corrieron de frente hacia la línea...
Quince metros antes Carlos ordenó fuego.
Los cocteles Molotov, encendidos, elevaron muros de fuego frente a nosotros. Ellos cruzaban entre alaridos, quemándose, revolcándose, pero sin perder su hambre y su determinación de llegar a nosotros. El fuego pronto los redujo, y sus cadáveres ennegrecidos fueron decayendo con las llamas de la gasolina
Las balas traspasaban los torsos semi desnudos abriéndolos en gemidos y gritos. Los cuerpos caían pero no había tiempo para rematar. Las miras cambiaban de blancos, los dedos tras los gatillos median las balas, y los machetes golpeaban y golpeaban.

El ruido los llamaba, los despertaba de su sopor, los avivaba en su hambre paleolítica, las granadas de lacrimógeno disipaban los tumultos, y las balas trataban de eliminar muñeco por tiro. Los machetes todavía sonreían con los dientes limpios.

Las bestias embestían con todo, resistiendo balazos, gritando entre tambaleos, y los primeros cuerpos colisionaron contra los escudos como olas contra las rocas. Las babas empaparon los escudos mordidos, las manos trataron de pasar el muro invisible, y las hojas cayeron inmisericordes.

¡PLAF! Empujaba el escudo desequilibrando el engendro.

¡SPLAT! Cercenaba el machete, cuarteaba las costillas, abría el cuello, rasgaba el vientre, y la sangre espesa regaba los uniformes y los duros escudos que perdían su transparencia. A través de ellos, el mundo se veía en una visión de Marte, de Ares, de Roma.

El rojo sangre de la capa espartana, el fuerte color de la cimera de Suetonio dirigiendo a sus legionarios contra las bárbaras hordas de Bóudica.

Los fusiles traqueteaban, pasando a automático, y barrían con partes de la formación mientras los escudos se cerraban apenas delante de ellos deteniendo la hambrienta masa.

Los machetes subían, los escudos empujaban. Los machetes silbaban, la sangre salpicaba.


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Los cadáveres ya se hacían de plataforma para salto de otras bestias, los cuerpos caían fuerte sobre los escudos obligándonos a lanzarlos a un lado y abrir la formación. Como podíamos, los pasábamos por machete antes de que tocaran el suelo, pero el impacto era fuerte, y la línea comenzaba a perderse.
Carlos ordenó avanzar. Las botas pisaban los cadáveres, las hojas remataban lo que aún se movía, la máquina procesaba la carne, abría los cuerpos, cerraba sus ciclos.

Pronto, se escuchó detrás la queja.

- Casi no quedan lacrimógenos... ¿Qué serán estas latas que dicen Ce Ele?

- ¡PEDAZO! ¡Eso es cloro! ¡Tirales el PUTO CLORO!

Las pipetas silbaron de nuevo, y los tumultos se desarmaban en bramidos y gritos desgarrados, revolcándose en el suelo como si se quemaran vivos.

Los fusiles tuvieron un descanso, los machetes trabajaban segando la joven cosecha paisa que se echó a perder.

Los rostros desfigurados colisionaban contra los escudos, las caras levemente conocidas se perdían en la expresión terrorífica, cadavérica, mítica de ojos abiertos, desorbitados, cabello enmarañado, boca sonriente y lengua extendida.


Era el ataque de Medusa, del Oni, del Troll, era el mito hecho carne. La muerte buscando muerte.

Las bestias eran demasiadas, cargaban con fuerza o caìan sobre nosotros. Las balas escaseaban y su peso era muy grande para un solo brazo y un escudo. Ojo de buey cayó, una mole, juro que era el entrenador del Multi, lo tomó por la pierna, lo arrastró unos metros atrás y la multitud le cayó encima. Carlos se lanzó encima con un fuerte grito, barriendo a escudo y machete alimañas por docena, Rodrigo lo apoyó repartiendo los últimos plomos que le quedaban en los glotones.

Debajo, Ojo estaba horrorizado, hiperventilado, tras la máscara de gas se notaba su terror. Rodrigo lo levantó tirando su fusil y lo llevó hasta uno de los carros. Sus piernas y su ingle se veían mordidas, ensangrentadas. Buey gritaba como si se estuviera muriendo. Las bestias armaron carrera de nuevo contra nosotros, peligrosamente cerca de Carlos y Rodrigo.

Con un grito la línea se armó de nuevo, ahora sin apoyo de gas ni balas. Los lanza lacrimógenos corrieron por escudos y machetes para reintegrarse al grupo mientras la formación se hacía un círculo rodeado de animales rabiosos que chocaban sin descanso contra las placas enrojecidas.

Al menos los 300 eran 300... Al menos Suetonio los hizo relevarse cada 45 minutos...

Tras casi media hora de inmisericorde violencia, los números por fin mermaban. Las bestias eran más en el suelo hecho una ciénaga roja que los que corrian por la plaza

El Rino comenzó a levantar con el escudo a cuanto bicho le corría, cayendo tras el con un estruendo. Steffan se alineó detrás abriéndoles la cabeza.

Ya más separados, los animales trataban de derribar en pares o tríos a alguno del grupo, pero las armaduras proporcionaban suficiente tiempo para que otro los eliminara de un tajo y librara el espacio para el caído

Carlos soltó el escudo, y a machete limpio pasó por montones a los simios que cargaban contra él sin un mañana en la frente. Su mano los agarraba del cuello, el machete les cortaba el vientre. El puño se estampaba en la cara y la hija cortaba por la columna. La sangre le saltaba a la visera, y él se limpiaba con un harapo del último caído.

Y Helder, apenas me percataba, cubierto hasta las narices de armadura, tomando fotos a diestra y siniestra, siniestro y siniestros.

Carne para el matadero. Todos


* * *




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Pronto los números se hicieron insignificantes. La labor se hizo más de limpieza consciensuda, divididos de a tres fuimos pasando Facultad por facultad, pasillo por pasillo, salón por salón, muerto por muerto.

Al final del día el atardecer pintaba sus visos sobre el coliseo aledaño a la cancha de futbol, el grupo había perdido dos hombres, y Sergio se encargó de curar a Ojo de Buey con quien sabe qué que encontró en la tanqueta. Carlos ordenó que lo mantuvieran en cuarentena, las películas tenían que tener algo de razón.

Cuatro horas y punta después la universidad era nuestra. Levantamos de nuevo la reja, sostenida contra una de las tanquetas, y tras traer a la gente del parqueadero a Ciudad Universitaria y reunirnos todos en la cancha, la paz fue bien común.

Este era ahora nuestro espacio, purgado con la sangre de nuestros héroes, limpiado con el sudor de nuestras frentes, abierto con el esfuerzo de nuestros brazos.

No pude evitar recordar nuestro himno.

"El hacha que mis mayores me dejaron por herencia, la quiero porque a sus golpes libres acentos resunenan".

Libres, supervivientes, prisioneros en una ciudad que ya era todo menos hogar.

martes, 24 de agosto de 2010

Lo Justo y Necesario. Parte 4 1/2. Tomado por la fuerza



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En contra de todo instinto de supervivencia, detuve el andar del auto a pocas cuadras del punto de encuentro y volteé. Ella parecía clavarse los dedos en las piernas de la fuerza con la que se las agarraba, inclinada contra una puerta, sollozando descontroladamente.

- ... - ¿Y como mierdas comenzaba la frase? ¿Como le preguntaba lo que fuera? Las cosas estaban tan jodidas que eso de los protocolos se me hacía ajeno.

- ¿Hola?...


Ella no respondía. Apretada como estaba contra la puerta de la camioneta, buscando desesperada el frío de las partes metálicas, suplicando que le arrancaran esa temperatura pegajosa, ese agarre tibio y palpitante, ese fuego carnívoro, carnal, corpóreo... Con los ojos desorbitados, llorosos, disolviéndole la pestañina y la sombra con la sangre en una cascada patética bajo cada ojo, con las manos temblorosas buscando cubrirse los dedos con la piel de sus brazos, de su vientre...

Queriendo no ser... No respirar... No sentir.
Yo adelanté mi mano hacia ella con miedo, no sabía si era seguro.
Ella se hizo más un ovillo al recibir mis dedos en su hombro y se contorsionó tratando de sacudirse la sensación de "hombre" de su piel.
- ¿M-mu-m-mujer? ¿Estás bien? Ella asintió frenética, mirándonos tras sus rodillas. Steffan entonces entró en la conversación. - Niña... ¿Qué pasaba ahí dentro? Tardó para responder.

-... Intenté... Salir... Esconderme ahí - Masculló jadeante - y todos estaban desorientados, parados por ahí, topeteándose entre ellos... En el piso, las paredes, las sillas, los mostradores... Y de un momento a otro me miraron... ¡ME MIRARON!
Steffan y yo guardamos silencio. Sus ojos parecían dibujar con terror la descripción, sus manos, rehuir a lo que veía. - Estaban pálidos... pálidos como muertos. Y-y-y-y... Y se les inyectaban sus rostros con sangre hasta que los ojos, los o-ojos, parecía que fueran a reventarles... Sus venas... tan visibles... El mapa de venas y los latidos del corazón tan fuertes que los escuchaba como el traqueteo de una ametralladora... Y como vomitaban... Vomitaban en todas partes... sobre todo... sobre- Retomó el aire- mi... Yo corrí a esconderme en -en un baño, Los sollozos se hicieron fuertes de nuevo, sus ojos anunciaban un recuerdo doloroso - pero ahí estaban unas enfermeras vomitando todo el piso... Y me miraron igual... Y se me lanzaron... se movían contra mi presionándome en la esquina del baño... Yo me les logré zafar y salí corriendo... y llegué a la sala de espera... la sala. Ay. La sala...

-Y con eso rompió a llorar desconsolada.


- Habían unos veinte... y-me-mee-me rodearon... todos con la ropa desgarrada. Niños, hombres, mujeres, ancianos... Y se pusieron violentos.
Me golpeaban, saltaban sobre mi, pateaban, mordían y arañaban... yo logré sacar una navaja de mi bolsillo y... ¡DIOS! Los apuñalé tanto, y gruñían, gritaban, pero me seguían golpeando... algunos se frotaban fuerte contra mi, bufando, mugiendo... La última vez que la vi estaba clavada en el ojo de un tipo... que con sonrisa torcida me rompía la ropa y me abría las piernas. Esa... ese... esa cosa... eso me violó... todos me violaron... No cesaban.
El silencio invadió el auto... ninguno pudo expresar cosa alguna. Yo simplemente abrí mi maleta, le ofrecí algo de ropa, y esperamos pacientemente a que se la pusiera. - ¿Y como te llamás? - M-Martina. Y no dijo más.
* * *
Cerca del auto, el hospital, la muchachita que lloriqueaba y los confundidos supervivientes, cerca del "Mierdero" dejado por los dos, del trauma que ahora se gestaba en la mente que reconectaba neuronas, hilaba recuerdos, masificaba hechos y los comprimía, tratando de fundirlos, quemarlos, abandonarlos a un olvido que no existe porque la mente no tiene si no entradas. Cerca de tanto caos y tantas tripas... Más caos. Más Tripas... Simplemente más.

En medio de una manzana de casas encaramadas, construcciones apretadas entre si como cigarrillos en una cajetilla, como inmigrantes en un camión nocturno, una casa se apagaba como cerillo viejo, soltando una columna de humo que ascendía, llevándose unas pocas almas al cielo.

En el horizonte podían verse muchas otras encendidas, algunas, incendios aislados, otros ya consumidos; y unos pocos ardiendo como hogueras bien alimentadas, quemando todo a su paso.


De entre la ceniza y los escombros asomó un cuerpo grisáceo, sacudiéndose el polvo y las astillas de la ropa ya indistinguible. Un fuerte dolor de cabeza lo agobiaba, y los recuerdos brillaban por su ausencia. ¿Quien era?
Desequilibrado, tropezaba con los muebles, las vigas caídas y los escombros mientras buscaba un lugar para sentarse. Una silla con el espaldar a medio quemar y una mesa de noche que todavía conservaba sus retratos sin daños, lo único que parecía mantenerse en pié.

El joven se sentó revolviéndose el pelo ensortijado, limpiándose la cara y los ojos como pudo. Su nariz sangraba... justo lo que faltaba. Descansó por un segundo su nuca en el espaldar para detener la hemorragia, sintiendo la sangre espesa y ferrosa rodarle por la garganta, empapándole la lengua. El sangrado no tardó en parar.

Caminó un poco entre vigas caídas, polvo y brasas, en una esquina, unos retratos se mantenían como altar.
Con cuidado tomó los retratos, limpiando los vidrios, sintiendo como cada rostro activaba un poco el vacío, el recuerdo hacía chispa, pero no encendía la llama. Una caricia a la cabeza le reveló un fuerte golpe en ella. una costra medio húmeda y un espacio de cuero cabelludo sin pelo... La razón de amnesia.
En los retratos estaba él, se reconoció porque de lejos los vidrios reflejaban su rostro sucio, un hombre grande con chaqueta verde, de buen físico y pelo muy corto, con brazos fuertes, lo abrazaba a él y a una niña más pequeña. Un grito agudo le cruzó la espina, una viga cayendo, un lloriqueo infantil, un salto y un espacio negro.
En otro, una mujer que le inspiraba cariño y respeto, de pelo castaño, enrulado como el suyo, sonriendo en un campo abierto sin muchas preocupaciones... No lograba recordar nada, visualizar nada, solo la viga cayendo, la sangre y los gritos en las calles, los saqueos, cerrar las puertas, armarse bien y temer día y noche. No eran pandillas ni ladrones, no eran narcos, paramilitares, guerrilleros; ni el mismo ejército.

Con esfuerzo recuperó el aliento, ya con el corazón más calmado y mejor equilibrio, y revisó lo que quedaba en pié de la casa.
Vasos regados, pedazos de techo y muro, un televisor roto y un equipo de sonido partido por una viga. Ropa maltrecha, cajones bloqueados por el peso de los escombros, platos, mesas con vidrios partidos, ventanas rotas, lámparas deshechas... y un escaparate cerrado.

Lo abrió lentamente, con inconsciente reverencia, como si fuera mandatorio.
El escaparate parecía una puerta al campo... por ese fuerte olor a leña y pasto, a guayabas maduras, leche recién ordeñada, tierra y viento.
Adentro, un poncho viejo que con el tiempo de gris se hizo negro, un machete con funda "
de'hartos ramales", uno sombrero aguadeño bien cuidado, botas pantaneras y un cinturón fuerte, como para pantalones de verdad. Pero más adentro, algo le avivó el recuerdo. Un olor cálido, de fuerte respeto y admiración, de comodidad... la chaqueta de la foto, colgada detrás del poncho.
Era claramente una chaqueta militar, pero donde antes debió haber estado el nombre oficial del hombre de la foto, ahora estaba bordado "Hati". La prenda fue a dar cómodamente a sus hombros, y de un bolsillo cayeron un par de guantes de cuero, con el mismo nombre bordado en la muñeca del izquierdo.

Contra la esquina, un bastón largo de guayabo, labrado a punta de cepillo, de buena densidad pero liviano. Un metro veinte de largo, una pulgada de ancho, y tierra marcada en una punta.
Se hizo de un morral que encontró bajo una cama, un plato, vaso y cubiertos de metal, cuchillos de cocina, cuerda, algunas herramientas, un cuaderno y las fotos de los retratos bien cuidadas dentro de él. y sin más, salió.

No sabía bien qué lo movía, ni como, pero no parecía tener problemas en sortear los obstáculos en su camino. No tardó mucho para llegar a la calle. Se movía como un fantasma, como se mueve un gato que se le escapa al perro de su barrio, que se le escapa a su amo, a si mismo. Seguro, tranquilo, con la respiación bajita, los pies ágiles, y deslizándose pegadito a los muros.

Y los vio. Trogloditas, caníbales de cliché, eso parecían. Hombres que ya no eran si no bestias, acurrucados, temblando en el sopor, resguardados del sol, comiendo carne regada por el suelo y lamiendo la sangre que manchaba el asfalto. Los vio bien, los detalló, los contó, midió, estimó y memorizó; pero ellos ni lo notaron. Hati pasó por la ciudad como Pedro por su casa.
* * *
Steffan y yo llegamos al punto de encuentro, llevando a Martina casi de la mano. Bajamos de la camioneta, ya dentro del parqueadero, y Maria Clara me recibió con un abrazo que me levantó del suelo. "Mala" era una mujer fuerte, rolliza, ni alta ni baja, de pelo negro con mechones verdes y azules, y el físico era el que bien le dejó jugar Rugby por años. Cosa rara... hasta en estos tiempos tenía puesta una camiseta del Che. Devuelto el abrazo, me hizo pasar.

Adentro, unas veinte personas agolpadas en una sala discutían alrededor de lo que parecía un plano dibujado con tiza y con representaciones hechas con borradores, adornos y cubiertos. Los hombres se levantaron de inmediato, y Mala nos los fue presentando.

Carlos, un hombre alto, de complexión fuerte, calvo y de voz grave. Parecía un luchador de UFC. Rino, bajo, pelo largo enmarañado, prominente nariz, mirada burlona pero desconfiada, Sergio, corto de estatura, parecía que no se afeitaba en una semana, y el pelo de típico bohemio cervecero y fumador de pielroja. "¡Buenas!". Helder, moreno, pelo corto, pasamontañas tapándole las orejas y cámara fotográfica terciada, poca condición física y un aire viciado en sus ojos de párpados caídos. El pato, Rodrigo, Dobles, Ricardo, Andrés y Ojo de buey... Mucha gente.

- La vuelta es simple - Dijo mala - esos perros son como zombies de las películas, y ya hemos visto que se tragan lo que se encuentran, yo digo que caigamos al ESMAD, miremos como nos robamos una tanqueta y los uniformes de Robocop, luego entramos a la U a la fuerza, sacamos a esos pirobos a machete, la cerramos, y vivimos ahí. En la U tenemos de todo pa' vivir por años.

Carlos se levantó, tomó del piso un hacha de incendios y nos miró a todos a los ojos. Martina le quitó la mirada.

- Esto es de vida o muerte, este es el momento decisivo, esta es la única oportunidad que tenemos. Si caemos en la U, mañana vamos a estar chupando la sangre de las alcantarillas. El que no se sienta con cojones para pasar a machete a esas cosas, quédese y cuide.

El pato, Martina y Sergio se quedaron, el resto fue tomando o que pudo, lo que traía, y montados hasta en los techos en tres carros salimos hacia el ESMAD. Suerte la nuestra que estuviera a dos minutos de la U.

La resistencia fue mínima, de uniforme negro y gorra estaban muchos, pero comiendo carne podrida. ¿Quien de nosotros iba a pensar que no vivían con la armadura puesta? Así los veíamos siempre.

Machetazo va, machetazo viene, éramos muchos para tan poca resistencia. Y en media hora estábamos todos full armadura, escudos transparentes y machete. Rock & Roll Bitches!

Tomamos dos tanquetas llenitas de gasolina, unos arietes para puertas, lanza lacrimógenos, escudos, cascos, máscaras de gas y armaduras extra, cortafríos de tamaños bíblicos, unas cuantas armas de fuego y muchísimos garrotes. Por último, un intercomunicador para cada uno, y donde llevaban las granadas lacrimógenas, molotovs.

Hicimos chirriar las llantas de los paquidermos y arremetimos contra la U.

Llegamos por Barranquilla, comenzando a entender como se sentía el ESMAD en esos monstruos... era el poder, la espera. Dentro de la tanqueta el aire parecía inyectar violencia, frenesí, y la visión de todos uniformados creaba una imagen mental de que todos éramos uno solo. Dos se hicieron de lanza lacrimógenos, Rodrigo y Ojo de Buey tomaron de a fusil, se les notaba el servicio militar. El resto nos armamos de machete y escudo.

La primera tanqueta aceleró rauda, arremetiendo contra la reja de Barranquilla con un grito de emoción de todos y abriéndola de un golpe. Los remaches volaron, y la bestia frenó frente a las columnas que abren Plaza Barrientos. La segnda tanqueta frenó al lado.

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Pero los vehículos sería inútiles, todos los bichos estaban tras las columnas de la plaza.

- Bueno - Dijo sonriendo el Rino - ¡A tirar infantería araganes!

Entre risotadas bajamos y nos formamos frente a las tanquetas.

Ya sé como se sintieron Leonidas y sus 300.

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